lunes, 25 de febrero de 2008

¡Todo era amor! - Oliverio Girondo

Utilizar las palabras para jugar con una realidad asumida. En este vocablo en particular: su repetición continua no desvirtúa el significado. Pues cuando la vida nos tiñe la vista, todo se ve como a través de un celofán rosa.

¡Todo era amor!

Oliverio Girondo


¡Todo era amor... amor!
No había nada más que amor.
En todas partes se encontraba amor.
No se podía hablar más que de amor.
Amor pasado por agua, a la vainilla,
amor al portador, amor a plazos.
Amor analizable, analizado.
Amor ultramarino.
Amor ecuestre.
Amor de cartón piedra, amor con leche...
lleno de prevenciones, de preventivos;
lleno de cortocircuitos, de cortapisas.
Amor con una gran M, con una M mayúscula,
chorreado de merengue,
cubierto de flores blancas...
Amor espermatozoico, esperantista.
Amor desinfectado, amor untuoso...
Amor con sus accesorios, con sus repuestos;
con sus faltas de puntualidad, de ortografía;
con sus interrupciones cardíacas y telefónicas.
Amor que incendia el corazón de los orangutanes,
de los bomberos.
Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas,
que arranca los botones de los botines,
que se alimenta de encelo y de ensalada.
Amor impostergable y amor impuesto.
Amor incandescente y amor incauto.
Amor indeformable. Amor desnudo.
Amor amor que es, simplemente, amor.
Amor y amor... ¡y nada más que amor!

martes, 19 de febrero de 2008

Tardará, tardará.

Su voz de gorrión.
Sus ojos profundos.
Su todo tan bello,
tan perfecto,
tan exacto.
Inspiran la ternura más consciente
que sentí.
Quisiera disolver mi individualidad
y fundirme en la esencia
de su ser.
Como un Ícaro de vuelos cortos,
cerrado en la invención de Morel,
podría esperar por siempre;
que se derrita el hielo
formado por cada lágrima
derramada por amor/
desamor
que cubre a ese corazón de cristal.
Que se sequen las espinas
que lo cuidan
y lo lastiman.
Pacientemente.
A su modo.
A su lado.
A su tiempo.
No me preguntes cómo lo se:
es M.
Es Ella.
Y la espero.

Raúl Daniel Mazariegos.


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domingo, 3 de febrero de 2008

Confabulación violenta de los objetos

Hoy posteo un cuento sobre un flaco que se deschaveta.
El título es largo, el cuento corto.
De Eduardo Gudiño Kieffer, talentoso novelista, cuentista, ensayista, y guionista Santafecino, De donde Juan Eduardo Martini (estudiante, 25 años, soltero, “absolutamente normal” según declaraciones de sus vecinos), descubre la muda confabulación violenta de los objetos contra él y decide liberarse.
Se los dejo.



—Cómo imagina usted la vida dentro de cien años?
—Todo será mecanizado, desgraciadamente. La gente ya no tendrá tiempo de pensar. Siempre habrá inadaptados, personas perfectamente conscientes del problema de que el hombre ya no existirá, que habrá arribado al estado de máquina.


Respuesta de una estudiante de 22 años a la encuesta titulada “Dans cent ans ils… . realizada por Vassilis Alexakis en las calles de París y publicada en Constellation (Nº 263, marzo de 1970).




De donde Juan Eduardo Martini (estudiante, 25 años, soltero, “absolutamente normal” según declaraciones de sus vecinos), descubre la muda confabulación violenta de los objetos contra él y decide liberarse - Eduardo Gudiño Kieffer



El teléfono sonó una vez, dos veces, tres veces. Descolgué el tubo y me quedé mirándolo. Hola, hola, conteste, decía una voz del otro lado. Después un clic. Yo miraba el teléfono negro. Hay teléfonos blancos y teléfonos colorados y algunos muy modernos. Pero el mío era negro. Yo lo miraba. No iba a colgar el tubo. De pronto estaba cansado del teléfono, harto del teléfono, podrido del teléfono. No sé por qué. Tal vez porque una voz del otro lado no me bastaba, tal vez porque de pronto sentía la necesidad de ver y de tocar a ese otro que había dicho nada más que hola, hola, conteste. Pero si yo contestaba iba a tener que conformarme con la voz, la voz zumbándome en la oreja y metiéndoseme adentro para decirme cosas que yo entendería. Pero nada más que la voz. Me levanté, fui al lavadero, busqué un martillo, destrocé el teléfono a martillazos. Allí se quedaron los pedacitos negros, algunas rueditas, tornillos, esas cosas. A martillazos. Y me sentí más tranquilo, casi contento. Y me senté en el sillón de hamaca.
Estuve hamacándome un rato largo, mirando los pedazos negros del teléfono negro, las rueditas, los tornillos, esas cosas. Hamacándome, hamacándome, hamacándome. Hasta que en un momento me di cuenta de que me estaba hamacando en mi sillón favorito. Mi sillón estaba debajo de mi traste, yo lo impulsaba y el sillón me hamacaba, me hamacaba, me hamacaba. ¿Por qué me estaba hamacando? Busqué el serrucho y en media hora reduje mi sillón favorito a unas maderitas que eché al fuego. El fuego chisporroteó, se puso contento. Como yo, que no tenía más mi sillón favorito, que estaba contento porque ya no tenía mi sillón favorito.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Qué se puede hacer en un domingo de lluvia? Saqué, al azar, un libro de la biblioteca y me puse a leer. Le conflit des interprétations, esos ensayos sobre hermenéutica sobre Paul Ricoeur. Siempre me gustó la filosofía, y este Ricoeur me interesaba por su problemática del doble sentido que desemboca de las discusiones contemporáneas sobre el estructuralismo y la muerte del sujeto. Por un rato estuve de verdad metido en la cosa, hasta que leí esa frase que recuerdo de memoria (La lecture de Freud est en même temps la crise de la philosophie du sujet tel qu’il s’apparait d’abord à lui même à titre de conscience; elle fait de la conscience, non une donnée, mais un problème et une tâche. Le “Cogito” véritable doit être conquis sur tous les faux “Cogito” qui le masquent). Tenía razón. Pero justamente porque tenía razón ¿para qué seguir leyendo? Arrojé el libro al fuego, el fuego se lo comió en un ratito. Era un lindo espectáculo. Busqué los otros libros, y se los tiré uno a uno, el Luego tenía un hambre loca y yo, a medida que quemaba los libros, me sentía más, más, cada vez más liviano.
Después, también con el martillo, rompí el televisor.
Pensé en quemar la casa pero me dio lástima, estoy en el piso seis, se incendiarían los cinco de abajo y los cuatro de arriba, iba a ser una catástrofe, se moriría alguien tal vez y no me gusta que la gente se muera. Menos aún que se muera por mi culpa.
Entonces salí a la calle. Iba dando patadas a todos los autos estacionados a lo largo de la vereda. Pensaba en el magnífico espectáculo que ofrecería una hoguera en la que ardieran los cientos de miles de automóviles de Buenos Aires. Rojo, reflejos de rojo, naranjas, amarillos violentos, azules y violetas y chapas retorcidas, hierros retorcidos. Pero no, eran demasiados autos para mí solo, me hubieran devorado, aplastado, hecho bolsa.
Estaba solo y los objetos eran todopoderosos. Inmóviles, mudos, pero todopoderosos. Estaba solo y las casas eran cada vez más altas, diez pisos, veinte pisos, treinta pisos, cuarenta pisos. Pronto un edificio de sesenta y seis pisos sobre Leandro N. Alem. Y después serán de cien pisos, de mil pisos, de diez mil pisos. No sé por qué, pero empecé a sacarme la ropa, aunque hacía frío. Primero el impermeable, después el saco, después el pulóver, después la camisa, después los zapatos, después los pantalones. Todo mientras iba caminando. Al principio no me miraron mucho, después bastante, cuando me quedé completamente desnudo la gente se había amontonado a mi alrededor, unos se reían, otros estaban serios, una mujer estalló en carcajadas histéricas, señalándome la ingle y sus alrededores; otra dijo algo así como “asqueroso exhibicionista”, al fin un policía me cubrió con su capote y me llevó a la seccional. Me dolió no sentir más las frescas gotas de lluvia sobre la piel.
Ahora estoy en Vieytes. Cada vez que puedo me desnudo, pero no me dejan, me visten a la fuerza. Les digo que estoy bien, que me siento bien; el médico se asombra porque puedo mantener conversaciones razonables, hablar coherentemente de política, de cine, de fútbol. Lo que no entiende es que no quiero saber nada con las cosas, que insista en comer con las manos, en dormir en el piso y sí es posible al aire libre y sin la menor prenda encima, en romper todos los objetos que dejan a mi alcance, esos símbolos de utilidad que a fuerza de ser útiles se me han hecho tan inútiles. Trato de explicar que las cosas que sirven no sirven, pero es entonces cuando menean la cabeza, los médicos y las enfermeras, y me palmean y me dicen “tranquilícese, amigo”.

*La lectura de Freud es al mismo tiempo la crisis de la filosofía del Sujeto tal como se parece primero a sí mismo a título de conciencia; ella hace de la conciencia, no un dato, sino un problema y una tarea. El “Cogito” verdadero debe ser conquistado sobre todos los falsos “Cogito” que lo enmascaran.

Fuente: EDUARDO GUDIÑO KIEFFER, Carta abierta a Buenos Aires violento. Buenos Aires, Emecé, 1970 (págs. 101-105).