jueves, 6 de diciembre de 2007

Las piedades del Sultán - José Echegaray

El cuento de hoy creo que es inédito en la net. O no supe encontrarlo, no se.
El principio es prescindible. Pero el desarrollo de la lógica del sultán vale la lectura.
De José Echegaray, polifacético personaje y autor español, una historia con saña y maldad.


Las piedades del Sultán


José Echegaray


Sucedió lo que vamos a referir, o al menos pudo suceder, hace mucho tiempo, muchos siglos. Y sucedió en el remoto Oriente, en la región misteriosa de las leyendas extraordinarias.
Todo suceso extraordinario debe suceder muy lejos y en épocas remotas. Las lejanías del tiempo y las lejanías del espacio hacen verosímil y hacen
poético lo que visto de cerca sería falso y prosaico. ¡Cuántos valles parecen hermosos cuando la vista los abarca desde una gran altura, y cómo desaparece el encanto cuando de la altura se desciende y por el valle se cruza! Árboles ruines, hierba pálida, toscos terrones, desperdicios de vegetación, aguas turbias, ¡la realidad grosera!
Y, desde lejos, las tintas se funden; los matices se armonizan; lo prosaico y lo ruin desaparecen; la materia se espiritualiza; los contornos ásperos se suavizan; de la variedad brota la unidad estética, y las fealdades se convierten en hermosura.
Por eso hay que verlo todo desde lejos, y por eso la leyenda que vamos a relatar ha de colocar se a distancia de muchos siglos y en regiones para nosotros casi desconocidas.
Era un sultán, Era un déspota. Era Un ser con figura humana pero con entrañas de fiera.
Sólo gozaba con el sufrimiento ajeno. Cuando en otro hombre los nervios se estremecían de dolor, en él se agitaban de placer. Cuando en otros ojos brillaban lágrimas, en sus labios retozaban sonrisas. La agonía de un ser humano era para él nuevo caudal de vida. Si a otro hombre le rodeaban negruras, se le llenaban los ojos de resplandores infernales.
Y el sultán salió de caza, y con el estimulo de la caza se alejó de su acompañamiento, hasta que al fin se sintió fatigado y se echó a dormir a la sombra de un árbol.
Durmió largo tiempo con sueño profundo, porque no era de aquellos a quienes el remordimiento desvela. Sufren estas debilidades los que son malvados a medias; él era un malvado de cuerpo entero.
De pronto lo despertaron un ruido y una sacudida, Cuando abrió los ojos vio que tenía rodeado el cuerpo por una serpiente de las más venenosas de aquella región; su mordedura era mortal. Pero un hombre había cortado la cabeza del reptil y había salvado la vida del sultán.
Aquel hombre estaba de pie con una cuchilla ensangrentada en la mano y contemplando en silencio a los dos monstruos: al que se arrastra y muerde y al que se yergue y mata. Aquel hombre era un ser extraño, repugnante, disparatado, pudiéramos decir. Su cuerpo era deforme: miembros retorcidos, doble joroba, brazos larguísimos; casi no tenía formas humanas. Era el cuerpo de un gigante a quien un peñasco hubiera aplastado, desquiciado rompiendo, incrustándole, unos miembros en otros.
En cambio, su cabeza era hermosísima. Mirada triste y sombría; frente trágica pero noble; la cabeza de un dios sobre el cuerpo de un demonio.
El sultán lo estuvo mirando un rato. Al fin le dijo:
—Te debo la vida.
El hombre replicó fríamente:
—Sí.
—¿Sabes quién soy?
—Lo sé.
—Soy el sultán, tu amo y señor.
—Es cierto, eres el sultán,
—Por eso me salvaste.
—Por eso.
—Cumpliste tu deber. Claramente se ve que me amas y respetas.
—Te odio y te desprecio.
El sultán dio un salto, se puso de pie, se sacudió como un tigre, arrojó de sí los restos ensangrentados del reptil y se quedó mirando al hombre fijamente, con ira y con asombro, pero con más asombro que ira. Jamás había oído lo que aquel hombre acababa de decirle.

—Entonces, ¿por qué no dejaste que el reptil me mordiese?
Y el hombre contestó:
—Mucho te odio y te desprecio, porque eres un infame; pero odio y desprecio más a la humanidad, porque es tan infame como tú y más cobarde. Quise que vivieses porque dejarte morir hubiera sido dar a tus súbditos un gran consuelo y una inmensa alegría, y yo quiero que sufran, como ellos me han hecho sufrir en esta vida. Tortura hombres, deshonra mujeres, haz derramar muchas lágrimas, vierte mucha sangre, sé mi vengador.
El sultán quedó de nuevo silencioso. Al fin preguntó, con una sonrisa que las fieras de los bosques hubieran envidiado:

—¿No tienes amigos?.
—No.
—¿Las mujeres no te aman?
—Se burlan de mí.
—¿Nunca has inspirado compasión?
—Nunca.

—¿Ni amor tampoco?
—Desprecio, sí; amor, no.
—¿Quisieras que te amasen? ¿Quisieras sentir lágrimas de cariño en tu frente, besos en tus labios, unos brazos blanquísimos alrededor de tu cuello, palabras de amor que acariciasen tus oídos? ¿Quisieras todo esto?
El hombre del cuerpo repugnante y la cabeza hermosa se estremeció y cerró los ojos, pero nada dijo. Al cabo de algunos minutos volvió a hablar el sultán:
—Por haberme ofendido mereces la muerte; por haberme salvado la vida mereces la mayor recompensa. Y digan lo que digan, yo soy justo y soy piadoso.
En aquel instante un nubarrón ocultó el sol y un trueno lejano fue a perderse en las quebradas del monte. Diríase que la naturaleza se cubría los ojos y se tapaba los oídos para no ver al monstruo coronado y para no oír sus alardes de justiciero y piadoso.
Un momento después llegó la gente del sultán, y éste le dijo:
—Apoderáos de este hombre y envolvedlo bien en los cortinajes de mi tienda de campaña, de modo que nadie lo vea. Pero no le hagáis daño alguno. Subidlo a uno de los elefantes y volvamos a palacio. Ese monstruo me ha salvado la vida y quiero recompensarlo. Pero de lo que os digo y de lo que habéis visto, ni una palabra; pensad que sois ciegos y sois mudos: el que no lo piense bien, mudo y ciego será para siempre. Y ahora, en marcha.
A la caída de la tarde, el sultán y su acompañamiento y el hombre del cuerpo monstruoso y la cabeza divina, y los perros y los caballos y los elefantes, y los restos ensangrentados de las reses y las fieras, pasaban bajo los soberbios arcos del real palacio de vuelta de la cacería.
Llegó la noche, tranquila majestuosa. El firmamento, más azul que nunca; más plateado y más luminoso que nunca el disco de la luna.
En uno de los jardines del palacio unos negros cavaban una fosa, y cerca del hueco, cada vez más hondo, unos soldados sujetaban al hombre en quien el sultán iba a ejercitar su justicia y sus piedades. Y el sultán presenciaba impasible la escena.
Cuando la fosa tuvo bastante profundidad, bajaron a la víctima, la colocaron de pie sobre el fondo y fueron arrojando tierra alrededor; de suerte que el hombre quedó enterrado hasta el cuello. Sólo quedaba afuera, a ras del suelo, su hermosa y altiva cabeza.
El sultán mandó alejarse a toda aquella gente, y acercándose al hombre que le había salvado la vida, le dijo con voz reposada:
—Esta es mi justicia; ahora empieza mi piedad.
Y alejándose lentamente se metió entre unos árboles y observó.
Ya no podemos decir aquel hombre, porque el hombre, su cuerpo monstruoso y desnudo, su piel sudorosa y abrasada por la fiebre; sus miembros retorcidos, toda su grotesca armazón humana estaba metida en tierra, con la tierra confundida y revuelta. Aquel hombre era ya tierra. Aun antes de morir era tierra. Pero la cabeza salía del suelo como el náufrago saca la cabeza de entre las olas. Sólo que aquí las olas eran macizas, pesadas, terrosas. Por eso no diremos aquel hombre. Diremos aquella cabeza.
Y aquella cabeza era siempre hermosa, con hermosura trágica, pero con divina hermosura. Los ojos miraban con curiosidad y espanto. Los labios se agitaban o para lanzar un grito o para fingir una sonrisa; y al fin, ni sonreían ni gritaban; agitábanse temblorosos.
De pronto se abrieron las puertas del palacio que daban al jardín y salieron, formando grupos fantásticos, las odaliscas del sultán, las predilectas, las más tentadoras.
Se les había ordenado que bajasen al jardín, donde estaba muriendo un hombre que había cometido un gran crimen, pero a quien el sultán, en su piedad inmensa, quería que sus mujeres, con sus besos, con sus caricias y con sus lágrimas, consolasen en el instante supremo: la agonía debía ser dulce, muy dulce.
Y las mujeres avanzaron a los rayos de la luna, bajo el azul del cielo, por entre las flores del jardín, presas a la vez de miedo y curiosidad. Y aquel coro de cuerpos divinos y de cabezas ideales se acercó lentamente a la cabeza que del suelo brotaba y que cada vez abría más los ojos.
Y lo besaron en la frente y, echándose en tierra las más hermosas, le rodearon el cuello con los desnudos brazos, de suerte que del hombre al mismo tiempo sentía un doble collar: el de la tierra áspera, seca, brutal, que lo ahogaba con sus ligaduras arcillosas y que lo mordía y arañaba con sus piedrecillas de cuarzo, y el que formaban aquellos brazos blancos, suaves, tibios y perfumados.
Y su cuerpo pugnaba por estremecerse y la tierra lo sujetaba.
En la frente, besos y lágrimas, y desde los hombros hacia abajo una presión constante, cruel, que le cortaba la respiración. La tierra, como monstruo inmenso, ‘apretando, estrujando, convirtiendo en tierra también aquel cuerpo. El tropel de mujeres divinas besando, acariciando, rodeando con aureola de amor y de piedad aquella cabeza. Y arriba, el cielo siempre azul, y la luna siempre blanca.
De pronto, una carcajada de sultán espantó a sus odaliscas, que huyeron amedrentadas.
El hombre agonizaba ya.
Sus ojos, que iban a cerrarse para siempre, vieron alejarse por entre los árboles y las flores a aquellas figuras que eran como ángeles de hermosura, de amor, y de piedad, y un momento antes de cerrarse definitivamente vieron al sultán ante sí.
Y el moribundo oyó que el déspota le decía:
—No te quejes de tu suerte, que tu suerte ha sido y será la de todos los hombres: el cuerpo en la tierra que lo devora: y alrededor de la frente, hermosuras, ilusiones, lágrimas y sonrisas: un cielo infinito, pero muy lejos.
“Y las ilusiones y el amor y la belleza huyen y se desvanecen, y la tierra tiene su presa y la convierte en tierra, en lodo, en cieno, en polvo.
“He sido justo contigo y he sido piadoso. Muere en paz si puedes, que eso de ti depende, pues mi poder no alcanza a tanto.


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